Se dice que un anciano científico, reconocido y brillante, sintiendo que el momento de su muerte se acercaba, tomó la firme determinación de encerrarse en su laboratorio y no descansar de investigar hasta que descubriese la solución a los problemas del mundo. Pensó que sería su legado, por lo que se recordaría siempre, más allá de todos sus reconocimientos y éxitos académicos.
Trabajaba arduamente, no hacía otra cosa durante todo el día; simplemente paraba para comer algo y, ya de madrugada, caía rendido en la cama, mientras las ideas sobre cómo salvar al mundo revoloteaban por su cabeza. Fórmulas químicas (su especialidad), Matemáticas, pensamientos de los grandes filósofos,… Nada terminaba de encajar.
Tres semanas llevaba ya ofuscado, día y noche, con la amarga sensación de que moriría sin encontrar antes la respuesta. Cada día, se le hacía más cuesta arriba mantener la determinación que había tomado, al mismo tiempo que sentía que su salud iba menguando, poco a poco, y pronto le abandonaría definitivamente.
Su pequeña nieta, de seis años, entró a su despacho, y le pidió al abuelo que jugara con ella, a lo que él, agobiado, se negó. La niña insistía y él, cada vez más molesto, rehusaba la petición. De repente, se le ocurrió una idea: cogió una vieja revista, la ojeó y, al ver un mapa del mundo, arrancó la página, la rompió en varios pedazos y se los entregó a la niña, diciéndole que ya tenía un puzzle, que intentara juntar todas las piezas.
Mientras su nieta se alejaba contenta con el reto que le había propuesto el abuelo, éste volvió a su quebradero de cabeza particular, pensando que su nieta, al ser tan pequeña, tardaría horas en cansarse del puzzle, que no conseguiría armar porque no sabía dónde estaban los países.
Sorprendentemente para el abuelo, la nieta volvió apenas un rato después.
– “Pero, ¿cómo has conseguido armar el puzzle, si no sabes dónde están los países?” – preguntó el científico.
– “Abuelo, no sé donde están los países, así que no sabía cómo arreglar el mundo. Pero me di cuenta que por la parte de atrás del mapa, había un dibujo de una persona, y yo no sé cómo es el mundo, pero sí cómo es una persona, así que, para arreglar el mundo, arreglé a la persona” – dijo la nieta.
Y así fue como su nieta de seis años enseñó al abuelo qué es lo que tenía que arreglarse en el mundo.
Cuando yo nací, las frases para salvar a la humanidad ya estaban todas escritas; solamente faltaba una cosa: salvar a la humanidad.
José de Almada Negreiros